No hay certezas en Patagonia. Se ingresa en Patagonia por el confín de una llanura sin límites, sin aristas, para extraviarse en un territorio todavía más aislado e interminable. Los turistas se asoman, pero no se atreven a entrar: desiertos, lagos, glaciares, esqueletos de ferrocarriles, colinas, viento y la nada. Por no tener, no hay siquiera unanimidad respecto del tamaño, entre 700.000 y 1.000.000 de kilómetros, media Europa. Último destino del mundo, Patagonia alberga, en paralelo, todos los mitos de la historia: los dinosaurios, los templarios, los visionarios de la conquista española, los exterminadores de la Campaña del Desierto, los anarquistas, los nazis, los hippies y hasta la pugna actual de los pocos aborígenes que quedan contra las estancias de las multinacionales.
Entre todas las Patagonias se erige la Patagonia literaria, escenario de romances de caballería, novelas de Julio Verne, Blasco Ibáñez, libros de viajes —Bruce Chatwin o Paul Theroux—, o extravagantes premoniciones de Charles Darwin, con historias de pastores galeses, bóeres, gauchos, pistoleros huidos del oeste americano y hasta reinos inverosímiles, como uno hereditario fundado hace 150 años que todavía sigue emitiendo moneda desde su exilio en París.
Falta algo. Aunque Patagonia, como Castilla, esté construida desde la literatura, tiene otra cualidad. Pertenece a ese tipo de lugares cuyo nombre se ha instalado en el ángulo de la memoria donde anidan los sueños, la esquina del viaje como estado mental. Muy pocos destinos comparten esta dimensión —quizás Tombuctú o Samarcanda—, en la que se conjuga el viaje como ensoñación, en el cual todo sucede en nuestra mente, con los recuerdos y las aspiraciones. Lo comprenderemos más adelante, cuando nos internemos por una de las dos carreteras que la atraviesan de norte a sur y la veamos adelgazarse, inacabable, ante la mirada. Llanura, desolación y viento. ¿Dónde mejor que aquí podía transcurrir ese salto en el vacío? El viaje como vía de escape, fuga o búsqueda; el viaje como tránsito para llegar a lugares anónimos, instalados en el pasado, de los que no sabes nada, sobre los que nadie ha escrito, en los que tu mirada puede ser relevante porque no tiene la menor ambición, donde finalmente suena educada la respuesta a la pregunta que tanto te incomodaba en el pasado: ¿Dónde vas? A ninguna parte.